Escoger a qué te vas a dedicar por el resto de tu vida es una decisión ENORME llena de futuros divergentes y responsabilidades para un adolescente de dieciocho años. Realmente de diecisiete, porque es cuando comienzas a perfilarte y a encontrar aquellas cosas que te apasionan, así como empezar a aplicar a universidades nacionales y extranjeras. Intentas tomar la decisión correcta con base en tus gustos, si estás cerca o lejos de tu familia, si la universidad es buena y la tasa de empleo de sus egresados, sus bolsas de trabajo y las oportunidades que presenta una nueva vida. Al menos así calculé todo, pero entiendo que hay personas que no le dan mucha vuelta al asunto como yo.
En ese entonces yo tenía dos grandes pasiones: 1) devorar libros y escribir, y 2) la política, el debate y discusiones relacionadas con el desarrollo de México. Para la primera opción, lo lógico era estudiar Filosofía y Letras; para la segunda, Derecho. Poco antes de que acabara todo en Torreón, no sabía si lo pragmático era estudiar una carrera prometedora en leyes y lo idealista ser un gran escritor, o si, por el contrario, lo pragmático era explotar el talento natural que tenía en literatura y lo idealista tener un ascenso meteórico para ser presidente de México en el 2036 (para entonces tendría 42 años y sería de los presidentes más jóvenes de México, junto con Carlos Salinas de Gortari y el Gral. Miguel Miramón. Tenía todo planeado).
Mi ego y la ambición presidencial que tenía me empujaron a optar por la segunda opción. Incluso si no consiguiera la presidencia, no pasaría hambre o dificultades económicas (o serían las menos). El Derecho existía desde Roma, y sabía que para todo se necesitaba el visto bueno de un abogado: era lo correcto, así que empaqué mi vida y me mudé a la Ciudad de México. Aquí aprendí de todo y a reventar muchas burbujas que traía desde el desierto, pero esa será otra historia pendiente para este proyecto.
Al poco tiempo me desilusioné de la política, pero aprendí de los grandes doctores la matemática de las relaciones, los juegos de poder y la Magia de Estado. Me olvidé de mi presidencia mesiánica cuando vi que el Derecho era tan amplio que daba cabida para manejar absolutamente cualquier tipo de vínculo; eso era el Derecho, un complejo mecanismo para regular las relaciones humanas, y sus figuras e instituciones herramientas para moldearlas y manipularlas. De ahí, el siguiente paso a convertir mis ideas a la realidad sólo consistía en proponer los incentivos correctos. En esta tesitura, le hallé el gusto a todos los campos, y así fue como me empezaron a gustar los retos intelectuales para poder doblar y manejar esas relaciones.
Necesitaba leer y actualizarme. Compré libros y leía los artículos que los grandes doctores publicaban en revistas del medio, hice guías para las obligaciones, la administración y los contratos. Estaba decidido a seguir al pie de la letra mis manuales de heroísmo jurídico y todo lo que implicaban. El mundo abogadil tiende a romantizar una vida acelerada, y debo admitir que me gustó el mundo de las mancuernillas y las corbatas. No sé en qué momento de la carrera mis días se partieron en dos facetas: biblioteca entre semana y euforia los fines. Dos cajetillas de lunes a jueves, cuatro cajetillas de viernes a sábado; café amargo todas las mañanas por desayuno, tortas de atún o quesadillas con chicharrón para la comida y unas galletas para la cena. Llegué y bajé cinco kilos, luego subí veintitrés. A ratos corriendo y en mancuernas llegué a los setenta y tres. Hubo mucho alcohol de por medio y no me percaté de aquellas veces que estudiaba con un vaso de whiskey, o cuando me volvía chimenea y tomaba para olvidarme del estrés. Recuerdo que hubo más de un par de fiestas donde no pensaba divertirme, sino tomar: ese era el propósito principal. Claro que lo que yo padecía no era alcoholismo, sino algo más profundo; era funcional en todos mis niveles, pero sin duda tomaba mucho más que antes, y en cierta forma los tragos me ayudaban a soportar las desveladas que conllevan el estudio del Derecho.
Entre la ansiedad y la euforia entré en mi Deep Sleep, deconstruyéndome para no ser Gerardo, sino meramente abogado. ¡Trabajo y educación! Eso era todo. Llegada la titulación, sólo quedó el trabajo, pero mi deconstrucción no terminaría ahí, sino que la arrastraría por muchos años más. Confieso que más de una vez me avergoncé de quien era y de lo que escribía. Mis ansias por crecer me despojaron de una naturalidad durante poco más de seis años, y no me refiero únicamente a la escritura y la literatura. Aquellos que vieron mi siesta en la universidad pueden atestiguar su radicalismo, desde mi aspecto físico hasta mi pensamiento, o como copiaba frases o adquiría manías de otras personas. Eso fue un cambio muy sutil, casi imperceptible, pero claro que sustituía dichos, ademanes y hasta acentos propios para crear un híbrido de todas las personas que estimaba y admiraba en mi carrera, fueran profesores o alumnos. Lo importante aquí era copiar lo mejor de las vidas ajenas y proyectarlo en mí, sin digerirlo y con el único propósito de competir. Dejé de ser yo.
Había decidido olvidarme de Gerardo y de los sueños del hípster que se creía presidente-poeta porque eran tonterías de un niño mimado. Lo asesiné y me enfoqué en sólo ser abogado, porque pensé que no había nada valioso qué rescatar de él. Entré a una carrera de ratas en la que no me podía permitir ser yo, sino sólo un gran “abogado”. Las experiencias no importaban en tanto yo tuviera un empleo seguro, cómodo y que pagara bien. Cualquier otra cosa era un peligroso idealismo sentimentalista que no se adecuaba a lo que yo veía como las reglas del juego en la “vida real”. No le daba muchas vueltas al asunto: la verdad es que me gustaba y me sentaba bien, era aun más joven y tenía toda la vida por delante. Ya habría tiempo para descansar, desenterrar a Gerardo sano y salvo y recobrar sus pasatiempos.
Entiendo que el éxito va de la mano de la ambición; el problema es que yo confundía ambición con terror al fracaso. La ambición debe estar motivada por una meta mayor delineada en valores intangibles, no en términos monetarios o de status, y hacer los ajustes correspondientes cuando fuera necesario. El terror, en cambio, consistía únicamente en no fallar ni en salirme de mi gran plan para convertirme en el Harvey Specter mexicano. Sin embargo, era muy tonto como para adecuar mis planes de triunfo a algo lejano a dichos parámetros, por lo que creía que tenía mi vida resuelta por delante. Mi futuro no sería más que una repetición del presente con obstáculos un poco más retadores; algo así como un videojuego sencillo, en el que los niveles se caracterizan únicamente porque los Koopas de cada mundo toman más tiempo en desgastarse, pero en donde las premisas siguen siendo las mismas. No tenía en mente que tal vez pudiera llegar un huracán, y que mis cimientos debían estar firmes si quería soportarlo. No lo estaban, y cuando el mar se picó no pude evitar el naufragio. A menudo suelo exagerar las cosas al borde del ridículo, como es el caso, pero que conste que en su momento así lo sentí.
Así fue como estuve dormido por más de seis años. Era como si hubiera tomado un power nap para ganar tiempo y fuerzas, pero apretar el botón de snooze una y otra vez jodió mi despertador y dejé de ver las banderas y de escuchar las alarmas; más importante, dejé de escucharme, porque mis medidas de éxito y los valores que les asignaba eran meramente económicos o sociales, no en términos de aprendizaje. Pensaba que todo sería equivalente a la sucesión de niveles escalonados en dificultad y al final tendría un gran premio por el solo hecho de participar en el juego y someterme a sus reglas, pero la vida distaba mucho de lo que un adolescente planea entre enjambres y marañas.
Después de ahogarme cuando llegaron los maremotos lo comprendí todo. Ahora estoy en proceso de sanación, y ya no me importa mucho despertar a esta hora y llegar tarde a mis citas porque, al final, sólo son algunos minutos, o como alguna vez me cantara José Marín Torres de Supersubmarina:
Vengo a decirte que el tiempo
Que ya llevamos perdido
Es sólo un punto pequeño
En el cielo del olvido.Que todo el daño que tengo
De lo que ya hemos sufrido
Tiene que servir de algo
Para que hayas aprendido.
Pocas veces una canción de rock andaluz puede cimbrarnos tanto cuando pensamos de las dudas infinitas. Lo bueno fue que llenar mis pulmones de agua de mar me ayudaron a darme cuenta de lo que realmente quería, qué clase de persona y qué tipo de abogado quiero ser. Mi plan y sus métodos cambiaron cualitativa y cuantitativamente, y eso está bien. Al final, ¿todo esto es parte de un plan mayor para reconstruirme tras el naufragio, cierto? Estoy escarbando en arenas para encontrar el corazón que enterré hace muchos veranos atrás, ver qué se encuentra intacto y qué no, qué venas y arterias son dignas de conservar para reinventarme, y que ventrículos, aurículas o válvulas valen la pena transplantar para este nuevo corazón. El alquitrán y la pus en el corazón actual de Henry, bueno, apenas los estoy bombeando hacia fuera. Sé que es un proceso largo y muchas veces horrible, pero sé bien que es algo que tengo que hacer para ser Capitán.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.