De cómo reafirmé ser abogado.

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Después de que mi adolescencia la pasara encerrado en casa de amigos al resguardo de las metrallas y ver cómo mi ciudad cada vez estaba más abandonada y más sucia, decidí que si quería un cambio únicamente yo podría lograrlo. Tenía el estilo, tenía la ambición, había leído a todos los grandes y me conmovían las miradas profundas de las caras tostadas por el sol contra la tierra de los ejidos cerca del rancho.

Para los dieciocho años, yo juraba que mi destino manifiesto era ser presidente de México. Era un sueño que tenía desde hace tiempo atrás, y después de tantos debates y discursos, estaba convencido que podía llegarle a la gente al grado de estremecerlos. Estoy seguro de que muchas personas me veían como un charlatán (y tenían razón porque era idealista y chairísimo), pero sé que a muchas otras las llegué a tocar de alguna manera. Pensaba que lo único que me separaba de la presidencia de la república era únicamente el tiempo, y que tenía que aprovecharlo lo mejor que pudiera para prepararme para salvar a este país. Todos los días me miraba en el espejo y repetía el juramento que hacen los presidentes electos cuando toman posesión formalmente. Así de intenso y de raro.

Cuando entré al CIDE entendí que no era tan extraordinario como creía. Había gente mucho más preparada, más lista, más brillante y con más logros a la misma edad que yo. Todavía recuerdo cuando me metieron a un curso intensivo de escritura porque “no sabía escribir”, yo, Gerardo, que en el discurso en mi graduación fui referido como “presidente poeta” para el 2036. Me dolió mucho saber que no era la vaca sagrada que pensaba que era, pero la humildad obtenida me abrió más la mente.

La abrió tanto que ya en la carrera, me desilusioné de la política cuando algunos compañeros y yo malogramos el intento de formar una sociedad de alumnos decente. Lo bueno fue que para entonces ya estaba empezando a ver clases plenamente jurídicas, y al no conocer absolutamente NADA del Derecho, todo me parecía fascinante. Me encantaron todas las clases transaccionales y de regulación económica; me maravillaron los minuciosos engranajes y fórmulas mágicas que se pueden utilizar en Procesal Constitucional, y Penal fue una maravilla porque parecía una Introducción al Heroísmo Jurídico. Pero la realidad diste mucho de lo que se ve en un salón de clases. Tanto me gustó todo que por lo mismo no podía decidirme a dónde moverme. ¿Derecho constitucional? ¿Financiero? ¿Civil o corporativo? Y cualquiera que fuera mi opción, a dónde me iría, ¿a un despacho? ¿Consultora? ¿Empresa? ¿Gobierno?

Me dejé llevar por la corriente y entré a la Administración Pública Federal. Me quedaba cerca de la universidad, la gente me caía bien y mis funciones se me hacían bastante fáciles. Crecer dentro de la APF cuando se es joven es relativamente sencillo. Al año de entrar ya había tenido dos ascensos (bien merecidos), ganaba bien para tener 21 años y mi vida era muy cómoda. Creo que cuando la Biblia o el Corán hablan de la tentación, se refieren a situaciones como éstas. Estancarte en tus propias burbujas por llevar una vida de confort, sin sufrimiento, sin altibajos ni nada. Sólo ser un burócrata cobrando la nómina para poder gastarla en algún viajecillo o en el restaurante hip del momento. Esa vida de éxito cortos y sucesivos nublaron mi vista y no pude ver hacia donde me dirigía. Mi Gran Siesta ya había comenzado y, como ya habrán leído antes, cuando el Mar se picó todo se fue a la chingada.

Después del mejor/peor año de mi vida, un miércoles a mediodía cuando estaba solo en la sala de mi departamento, desempleado, soltero, afónico y con una tos horrible, con diarrea y buscando trabajo hasta de barista pude reflexionar muchas cosas. Tantas cosas pensé que con cualquier ligero cambio de presión pude haber perdido la cabeza, vender todas mis posesiones y largarme a ser guardabosques en otro país o mandar todo a la mierda y ser mesero en algún pueblito perdido en el sur de España.

Pero recordé por qué quise ser abogado en primer lugar.

Si bien ya no me interesaba tener un ascenso meteórico en la APF para ser presidente, ni me interesaban los debates como lo hacía en Torreón (el CIDE puede ser muy desgastante en este sentido, porque todo mundo se cree Jefe de Estado y todas las fiestas o reuniones se vuelven guerras de egos para ver quién es más chingón y más apto para “salvar” a México. Qué pereza de sujetos, por eso somos nefastos), todavía tenía los mismos core values que tenía en prepa. Sabía bien que yo solo como presidente no lo podría hacer, pero cada grano de arena cuenta cuando tienes una vocación.

En la escuela tuve un sueño que, si bien olvidé un rato, hoy me sigue definiendo y espero lo siga haciendo hasta que esté bajo seis pies. En un cuarto de luz, absolutamente blanco, me encontré sentado en una mesa como en una cita. Llegó un hombre trajeado de unos cuarenta y tantos años, seguro de sí mismo y con un carisma inquebrantable. Se sentó enfrente de mí y comenzó a contarme sobre mi futuro, aconsejándome que tenía que hacer y qué no para lograr todos mis sueños y metas. Me entrevisté conmigo mismo en el futuro, y a la par que le hacía preguntas sobre todo aquello que hay que preguntar, me contestaba con una sonrisa mansa, emocionado y moviendo las manos con entusiasmo para explicarme todo lo que había que explicar. No recuerdo ni las preguntas ni las respuestas, y eso está increíble porque la vida es una aventura, pero algo que me marcó desde entonces fue lo último que me llegó a decir:

No tengas miedo, Gerardo. No pienso fallar.

Hoy en día esa frase me sigue enchinando la piel. Ese miércoles me miré en el espejo, cachetón e inflado, en pijama y desalineado, con la barba más larga que me haya dejado alguna vez, con los ojos hinchados y una mirada perdida en la nada, y me di cuenta de que éste no era el Gerardo que quería ser. Que no era el Gerardo que soñé. La verdad ya estaba harto de odiar tanto. En lugar de sentir coraje, me tranquilicé, leí muchos libros, me decidí a reordenar mi vida y a encontrarle un nuevo sentido a las cosas. Me senté de nuevo en la sala a pensar y me volví a enamorar de mi mismo, de quién soy y de mi profesión.

Y es que decidí ser abogado porque me gusta resolver problemas y facilitar las cosas, porque me gusta utilizar mis aptitudes y mis conocimientos para ayudar a la gente a la par de satisfacer mi ego (cada vez más chiquito). Soy abogado porque me gusta que la gente valore mi opinión y mi consejo, trátese de una transacción comercial, de alguna disputa civil o de una simple estrategia para llevar a cabo cualquier cosa. Soy abogado porque me gusta ser eficiente a la brevedad para que cualquier tipo de asunto salga bien hecho.

Soy abogado porque me gusta defender los temas que me apasionan, para debatir no por una medalla sino para comprender la posición de la otra persona, ser firme con mi posición y llegar a un común acuerdo. Soy abogado porque me gusta ser pulcro y muy ordenado en todos mis trabajos; tomarme mi tiempo para considerar todas las variables que gobiernan alguna situación, encontrar cómo interactúan entre ellas, qué puedo ajustar en ellas para obtener distintos resultados e incluso saber si me estoy haciendo pendejo o si voy por buen camino para obtener lo que quiero.

Luego llegó todo por naturaleza. Regresó la plenitud y la paz, y hasta bajé de peso: nunca fueron mis malos hábitos alimenticios, sino una depresión que ni sabía que tenía y llevaba comiéndome por más de seis años. Reencontrando esta vocación, el estrés que sentía antes no lo volví a sentir. Ni siquiera ahora que encontré el trabajo que tanto anhelaba y que estoy hasta el tope de asuntos (razón por la cual no publiqué nada en un mes). Desde que cambié de estructura mental, no me he vuelto a sentir desesperado o atrapado en un círculo vicioso. Es increíble porque cada vez me doy más cuenta que voy por buen camino y que he tomado las decisiones correctas.

¡Cambié para bien!

2 comentarios en “De cómo reafirmé ser abogado.

  1. Me alegra tanto leer esto.
    Y leyendo esto sé que no le creíste a quien te dijo que no sabías escribir; seguramente se refería a estructuras (sin alma) y no al “duende” ( ese tienes de sobra).

    Es desaliñado ( no lo pude evitar).

    Abrazos

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    • Muchas gracias Figuis! Sin duda el Derecho puede ser muy frío para estructurar demandas o memos, pero no para el alma. No puede estructurarse, y me costó mucho trabajo entenderlo. Aprecio tu corrección literaria jajaja.

      Abrazo grande de regreso!

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