Del Corazón Más Grande del Mundo.

 

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Toda mi vida pensé que el amor no era más que químicos en el cerebro haciendo reacciones y liberando dopamina, y que las relaciones eran meros acuerdos que hacía la gente para no estar sola. Entre la euforia del enamoramiento y la limerencia, pensaba que todo consistía únicamente en una atracción sexual moderada, en acuerdos para matar el aburrimiento y salir de la rutina de la vida en el desierto. Ir al cine, ir por una nieve, o cualquier otra tontería para evitar el calor de esta ciudad y sentirse menos solo.

Cuando me mudé a la Ciudad de México no cambié de opinión. Por el contrario, al ser una ciudad infinitamente más liberal que el Norte, reafirmé que el “amor” era una relación rarísima llena de huecos e inconsistencias. Lejos de encontrar oportunidades, me quedé con mis prejuicios laguneros con una pizca de liberalismo agregada. Aquí la gente puede hacer lo que sea. En esa tesitura, pensé que cualquier relación que emprendería estaría basada en cosas superfluas: 1) atracción; 2) gustos en común, y; 3) humor similar. Estos tres factores serían los únicos que determinarían mi compatibilidad con las mujeres, cualquiera que fuera el orden, y que una vez dentro de una relación, sería cuestión de mantenerlos alineados aunque muriera la euforia y predominara la rutina. Nos seríamos infieles, nos celaríamos, nos pelearíamos y haríamos todas las cosas que el resto del mundo hacía.

Viendo las obras dramatúrgicas a mi alrededor me convencí que prefería estar solo, sobre todo porque cuando salía con alguien terminaba por sentir más la pesadumbre de la soledad, incluso cuando se cumplieran los tres elementos del párrafo anterior. Sentía que nadie me llamaba la atención lo suficiente como para tener que soportar los dramas que veía en el resto de las personas. Puede que haya sido muy exigente, puede que haya sido un tonto o demasiado obsesivo para poder aceptar lo que me ofrecía esta ciudad, pero lo cierto es que tenía suficiente con lo ocupado que estaba en jugarle al abogado y descubriendo al Islam como para ponerle atención a cualquier otra cosa. Nada me llenaba y, cuando salía con alguien y lo reafirmaba, llegué a pensar que el problema era yo y me sentía no incompleto, sino irrealizado.

Conversando con un amigo en la carrera le dije que no me interesaba mucho ser virgen, sino que lo que hacía sentirme menos “hombre” era que no tenía ninguna relación en la que pudiera decir que genuinamente quise a alguien, o que me quisieron. Siempre pensé que funcionaría mejor como una pareja que en la soltería, porque al final nunca la exploté al máximo ni tuve muchas ganas de hacerlo. Siendo un romántico empedernido que siente hasta el más mísero roce accidental como un estímulo a la imaginación, tuve la oportunidad de confirmarlo adentrados los años en la gran ciudad.

Regresaba de una clase en el Sur en donde exploramos la escatología shi’ah. Regresé a mi departamento y mis amigos me convencieron de asistir a una fiesta de cumpleaños. Renuente les dije que sí, me serví una bebida en mi taza de Star Wars y llegamos a la Fuente de Cibeles. La Ciudad de México tiene espacios sumamente curiosos en los cuales suceden los encuentros más raros que he visto, quizá de todo el orbe. Entre neón y bajos que retumbaban mi estómago tuve el placer de conocerla, todo en color negro pasión, con quien en principio sólo tuve malos pensamientos, debo reconocerlo. Eso cambió cuando no necesité del alcohol que habitualmente requería en mi Gran Siesta para entablar una conversación, y pasamos las horas hablando de todo y de nada, de la superficialidad del agua cristalina del mar como de la penumbra en el fondo del mismo; de nuestros gustos por la gastronomía y todos los kilómetros que habría que recorrer para un buen sazón al corazón; de nuestros planes para el futuro y cómo es que habíamos terminado por coincidir en el mismo lugar.

Para las ferias de abril ya había caído sin quererlo en su gravedad. Los años de espera cobraron sentido cuando me prepararon para las experiencias que considero genuinamente las mejores que he tenido en la vida. Al poco tiempo comenzamos a compartir un mismo corazón, que bombeaba la misma sangre roja y azul, reciclándose, regenerándose, con la precisión de un reloj suizo y toda la paciencia y pureza de la que escuché en los grandes versos del Corán. La paz se volvió un hábito y toda la presión que tenía por estar dormido se escondió muy, muy por debajo de mí y de los grandes terremotos que trajo consigo.

Mis fines de semana se convirtieron en aventuras por conocer la Ciudad de México, fuera de la Alameda y del extremo poniente donde imperaba el frío. La recorrimos completa buscando la mejor hamburguesa, la mejor pasta, el mejor sandwich de carnes frías y en general cualquier cosa que pudiéramos comentar y encontrarle emoción, a veces en lugares baratos que no golpearan tanto la cartera o en festivales de malta. Descubrí muchas bandas y redescubrí otras de mi pasado en los conciertos de noviembre; las exposiciones en museos acompañadas de vino se hicieron algo cotidiano; los domingos de caricaturas con nuestro gato tan señoriales que a los pocos meses de salir sentía que la conocía por más de una vida; su comida era tan espectacular que cualquier ensalada u omelette ordinario me conmovían al borde de superar todo lo que conocía en el desierto, y sus canciones cada vez que caminábamos de la mano himnos de gloria y alabanzas para un mismo corazón, sin duda el Corazón Más Grande del Mundo.

De ahí en fuera todo fluyó de manera excesivamente natural, tan natural que jamás sentí un esfuerzo sobrehumano para conservar las sonrisas, los abrazos, las caricias o la risa unísona. Jamás sentí que tuve que caer en los juegos de interés y deseo que uno tiene que jugar para estar con alguien; jamás sentí que tenía que aparentar algo que no era, ocultar mi identidad o moderarme con mis emociones y las cosas que me apasionaban. Tiempo atrás se me acusó de intenso e inoportuno, pero con ella simplemente fui yo, y Henry pudo tener una apertura majestuosa a lo desconocido, lejos de la ambición desmedida y las preocupaciones que vienen con ella. Claro que la relación lo fomentaba, pero de una manera mucho más sana y enfocada a valores espirituales superiores a los mundanos.

Mientras me concentraba en mi carrera de ratas me sentí tan agradecido de tener a alguien que me escuchara y que se preocupara genuinamente por mí, que me acompañara a cualesquiera rincones recluidos de mi cerebro, y yo escucharla y acompañarla a los suyos. Enfrentamos miedos juntos, como el más grande equipo que se haya visto jamás, con un cerebro único para disfrutar del tiempo y del espacio, con los cuerpos atados soportando los vórtices que la entrada a la adultez nos ofrece. Esa fue la gran diferencia con todas las personas que vinieron antes y que probablemente llegarán después. Teníamos los tres elementos que siempre pensé y mucho, muchísimo más aun de lo que pude imaginar, un conocimiento el uno del otro como si el resto de nuestra existencia nos hubiéramos suplicado no tardar tanto en llegar. Era como si hubiera escrito una carta de Navidad y hubiera obtenido todo lo que pedí, incluso aquellas cosas que sonaban ridículas o irrealizables y mucho más de lo que se me pudo haber ocurrido.

Cuando Chris Martin nos cantó en mi cumpleaños, confirmándome con suma emoción que seguramente Dios me escuchó cuando le recé, nuestro corazón no pudo contener las lágrimas conmovidas de todos los infinitos que íbamos a compartir, de todos los poemas que ya no había necesidad de escribir porque los vivía día con día en cada visita, en cada beso, cada abrazo, cada paso que bailamos y que no conoce nadie más. Que de verdad ya ni quería escribirlos porque me quitaría tiempo de vivir la máxima expresión del sentimiento humano (y que antes no entendía) con la persona más increíble del planeta, dentro del corazón gigante que se postraba sobre el Río Mixcoac y la vieja hacienda de la Condesa. Que la soledad que tanto disfrutamos/odiamos era solo una fase para poder apreciar toda la inmensa y divina belleza que vendría después.

De verdad espero que ella lo haya sentido igual o mucho más de como lo sentí yo, y que el caos del naufragio sea tan ínfimo como todos mis parpadeos. Ojalá que el mundo entero vea lo que yo llegué a ver: ojalá todos pudieran beber bajo la sombra que proyectaba ese gigante, o dormir al amparo del ronroneo de sus latidos sonoros. Ojalá todos lleguen a sentir aunque sea una vez las llagas de Cristo que vengo sangrando desde el Bajío. 

الله اكبر
Dios es Grande.

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